23 de Septiembre de 2019
Amanece por última vez para nosotros en Kioto, ayer en el bucle infinito de Inari, fuimos presa de los mosquitos y las picaduras nos han dado la noche.
Dos líneas de metro y un tren bala con transbordo en Kobe, es lo que nos separa de nuestro próximo destino, Hiroshima.
El trayecto se nos complica un poco, por la falta de asientos en el tren de Kobe a Hiroshima y nos toca hacer buena parte del trayecto, sentados en el suelo de la unión entre vagones, existen documentos gráficos del momento, pero nuestra caras eran un poema y prefiero omitirlas.
Hiroshima fue mi gran descubrimiento en este viaje, tengo que confesar que yo no quería hacer parada en esta ciudad, no le veía ningún atractivo, creía que era una ciudad moderna, reconstruida desde cero, con una historia dura pero nada más, conocer Hiroshima era un deseo del señor Late Fuerte y para mi terminó siendo una gran sorpresa.
Hiroshima nos recibe con el dulce olor de los Momiji Manju, unos bizcochitos típicos de la ciudad, que pueden ir rellenos o no, cuyo olor da una cálida bienvenida a todos los viajeros que ponen un pié en la estación y no pudimos resistirnos a comprarlos.


Cogemos el tranvía hasta el hotel para dejar las maletas, nos hospedamos en Chisun Hotel Hiroshima, un hotel que nos cuesta unos 50 € la noche y que tiene una relación calidad-precio inmejorable, podéis verlo pinchando aquí.
Sin tiempo que perder, volvemos a coger el tranvía para llegar al embarcadero, en el que cogeremos el ferry a la isla de Miyajima.
Isla de Miyajima
Antes de saber que Hiroshima me iba a impactar tanto, la única razón por la que me apetecía visitarla, era por perdernos en la isla de Miyajima, situada en la bahía de Hiroshima.
Una pequeña isla, habitada por un puñado de lugareños y unos cuantos ciervos, densa en paz y vegetación, clara en polución y preocupaciones, esa isla que todos imaginamos para desaparecer una temporada.






Miyajima es famosa por su santuario Itsukushima, cuya puerta Torii, tiene la peculiaridad de que se encuentra en el mar, por desgracia para nosotros, el Torii más famoso de Japón, estaba en obras.

Y para comer, por fin probamos el Okonomiyaki, una tortilla típica de esta zona, que estaba deliciosa, no sabemos por qué, este plato no se conoce en occidente y aún no hemos encontrado ningún restaurante japonés que lo ofrezca, es una pena porque es brutal.


El postre, corre a cargo de una heladería con mucho encanto, un helado de chocolate entre dos panes con forma de osito, que saboreamos paseando de vuelta al ferry.


Y ahora sí… vamos con Hiroshima…
Hiroshima
La primera visita la hacemos al parque memorial de la paz, donde se encuentra el cenotafio conmemorativo y la llama de la paz mundial, que se apagará el día que se erradique del mundo la energía nuclear, desde el que se ve la Cúpula Gembaku, uno de los pocos edificios que siguen en pié, anteriores a la devastación nuclear.
Un lugar como pocos, donde por extraño que parezca, los turistas respetamos en silencio el horror que estos símbolos representan, aquí no hay colas para fotos, no hay sonrisas, no hay voces, solo hay piel de gallina, paz inquietante, silencio que desgarra y algunas lágrimas furtivas.


Al lado del parque se encuentra el Museo de la paz, el cual accedí a visitar a duras penas, tras recibir varias recomendaciones que se sumaban a la insistencia del señor Late Fuerte.
Es el museo y la visita, que más me ha marcado en la vida, en el que nada más leer el primer testimonio, fui incapaz de contener las lágrimas, las cuales me acompañaron incluso hasta rato después de haber abandonado el museo.
Un museo repleto de testimonios, de objetos, de pedazos, de recuerdos, de historias de gente común, que vieron su vida truncada y como todo a su alrededor se diluía, familiares, edificios, objetos, amigos, alimentos…
No solo se recogían testimonios de aquel 6 de agosto de 1945 y del epicentro de la bomba, sino también de la lluvia negra que llegó días después, del agua contaminada de los ríos y pozos, que acabaron afectando a miles de personas, incluso sin haber estado en Hiroshima.
El museo refleja sin ningún pudor y con todo detalle, el horror y la agonía, que provocaron los efectos de la radiación en la población, la muerte lenta y las enfermedades que llegaron después, con la intención de que la humanidad no vuelva a repetir semejante atrocidad.



Salimos del museo sin palabras, nos ha impresionado tanto a los dos, que ni lo hemos recorrido juntos, el museo nos ha marcado el ritmo que podíamos soportar cada uno, nos hemos reencontrado al final entre lágrimas y nos hemos fundido en un abrazo.
Casi sin hablar, recorremos nuevamente el parque y nos detenemos en el monumento a Sadako, una niña que consiguió sobrevivir a la bomba nuclear, pero como tanto otros, desarrolló una leucemia años después.
Sadako se convirtió en referente de la paz mundial, famosa por intentar construir 1000 grullas de papel, acudiendo a una vieja leyenda japonesa que indica que a quien pueda alcanzar este número, se le concederá un deseo.



Al monumento de Sadako llegan cada día cientos de grullas procedentes de niños de todo el mundo y bajo la estatua se puede leer «Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo»
Pero Hiroshima es mucho más que un pasado, es una ciudad moderna, divertida, bulliciosa y joven, nos perdemos por sus calles, nos mezclamos con sus gentes, nos sentamos en sus tabernas y aprendemos a comer sus sopas de sésamo con babero o lo intentamos al menos.




Después de todo Hiroshima perdonó y eso se percibe en sus calles, en sus parques, en su gente y en sus origamis.
Hiroshima no es una ciudad cualquiera, es una ciudad con alma y eso es algo que no había sentido en ninguna otra ciudad hasta entonces.
No más Hiroshima
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