28 de Septiembre de 2019

Hoy comienza temprano la historia del día que amanecimos en las faldas del monte Fuji, tan temprano como a eso de las cinco de la mañana, una historia de yucatas mal puestos, de onsens y de rayos de sol haciendo despertar a la montaña más alta de Japón, una historia de tréboles de cuatro hojas y de una suerte increíble, porque volvemos a ver el monte Fuji y además muchísimo más nítido que ayer.

Hasta las 8:30, hora en la que el transfer del hotel nos llevará a la estación, combinamos los baños termales con la lectura y lo cierto es que no me importaría levantarme a las 5 de la mañana cada día, si es para hacer esto.

El tren sale a las 9:10, así que tenemos tiempo para desayunar un ramen en la estación y el monte Fuji nos despide desde el tren, durante buena parte del trayecto.

Un autobús y cinco o seis trenes después, ya he perdido la cuenta, llegamos a Kusatsu.

Kusatsu

Kusatsu es un pueblo onsen, que se caracteriza por sus aguas termales de alto contenido en azufre, un pueblo perdido, remoto, humeante, de esos que no parecen pertenecer a Asía, pero que son tan Japón como el gato de la suerte.

Kusatsu nos recibe lluvioso y con la estación a un kilómetro de nuestro hotel, que está en lo alto del pueblo y al que tenemos que subir caminando con las maletas a cuestas, la mayoria de hoteles tenía servicio de recogida y había un montón de furgonetas en la estación, pero nuestro hotel era muy cutre, con instalaciones viejas y descuidadas, representaba el Japón más hortera ese de las puntillitas, el terciopelo rojo, los tapetes y el brilli brilli, podéis verlo pinchando aquí.

Nos sorprendió que ningún trabajador del hotel, supiera hablar inglés, luego nos dimos cuenta que no había turistas occidentales, todos eran japoneses y no era algo particular del hotel, sino de todo Kusatsu, una aldea a la que solo los japoneses van de turismo, una aldea tan Japón como el mismísimo Kioto.

Nos ponemos los yucatas y vamos al onsen al aire libre de Sainokawara, aunque es segregado nos parecía que tenía mucho encanto, la entrada cuesta unos 6 euros y tras darnos un baño en un onsen enorme al aire libre repleto de japonesas (en mi caso) desnudas, nos perdemos por los alrededores el río, paseando entre fumarolas, olor a azufre y remojando los pies cada vez que nos apetece.

De ahí vamos a la plaza del pueblo, característica por albergar el sistema donde se enfría el agua termal. Nos sentamos con los pies dentro del agua caliente cuando fuera empieza a refrescar, a contemplar el bullicio que se forma en la plaza y el ir y venir de turistas cuando cae la noche, mientras que una botella de sake y unas bolas de arroz compradas en el supermercado, se convierten en nuestra cena.

Kusatsu es frío y calor, es una de esas historias de tazas de chocolate caliente y de jerseys de lana tejidos a mano, sus casas de madera, sus luces, sus souvenirs, te trasladan a la navidad de alguna ciudad con encanto de la vieja Europa.

De vuelta al hotel, disfrutamos del onsen exterior, que es lo único por lo que hemos elegido hospedarnos en él y nos despedimos de Kusatsu, uno de esos sitios que podría trasladarte al invierno en pleno verano, uno de esos sitios que arropa, acoge y abraza.