22 de Septiembre de 2019
Madrugamos como de costumbre, con la intención de visitar Inari a primera hora e intentar evitar las riadas de turistas.
Inari es famosa por su templo Fushimi Inari-Taisha, dedicado a la diosa de la fertilidad, al que se accede ascendiendo por una montaña, atravesando durante 4 kilómetros un camino cubierto de toris, con forma de ocho.
Y cuatro kilómetros y mil toris después, llegamos al templo un poco más cansados de lo habitual por la humedad y el calor.
El gran numero de pequeños templos que existen a lo largo del camino y su característica forma de ocho, hace que nos perdamos en ese bucle infinito y andemos y desandemos unos cuantos metros más de la cuenta, en busca del templo, sin saber que ya habíamos llegado y que pasaríamos por él unas 4 veces, así que espero que ya solo por el esfuerzo, la diosa Inari tenga a bien darnos fertilidad el día que la necesitemos.
Y después de desandar lo andado y sumar 8 kilómetros de toris en nuestro haber, volvemos a coger el tren para perdernos por el bosque Arashiyama, uno de los bosques de bambú más famosos y fotografiados del mundo.
El bosque de Arashiyama es uno de esos sitios mágicos, perdido en una aldea rural con encanto, a las afueras de Kioto, lo mejor del paseo es el sonido del bambú cuando es mecido por el aire, un sonido como pocos, de esos que se podría poner en bucle en una clase de relajación, la pena es que la inmensa cantidad de turistas hacen que pierda gran parte del encanto y que conseguir la ansiada foto para instagram, sea una misión casi imposible, aún así nosotros lo hemos intentado.





Y después de una mañana dedicada a los sitios más instagrameables de Japón, cambiamos totalmente de registro para ir a comer a Nishiki Market, el mercado de comida más famoso de Kioto, uno de esos lugares que te recuerdan que Japón sigue siendo Asia, a pesar de ser un país ultra moderno.







Y después de hartarnos a brochetas de vieiras y chipirones, nos perdemos por las calles de gion, esta vez de día, parándonos nuevamente en el puente de Pontocho que me tiene enamorada.



No me cansaría nunca de pasear por los barrios de geishas de Kioto, por perderme por esas calles impolutas, que parecen sacadas de un decorado de cine y saboreamos el paseo, parándonos en todas las tiendas, degustando todo lo que nos ofrecen en el ascenso al templo Kiyumizu, desde donde se obtienen las mejores vistas de Kioto.




Y desde aquí, por todo lo alto, nos despedimos de Kioto.
De regreso al hotel, paramos a cenar en una taberna japonesa unas tiras de calamar seco y tortilla japonesa, que pedimos creyendo que era okonomiyaki (una tortilla típica de Japón, que aún no hemos probado) pero resultó ser una tortilla francesa muy gruesa.
Y decimos adiós a Kioto, nuestra primera toma de contacto con Japón, una ciudad tan amigable y bonita, como intensa y tradicional, esa del Japón milenario, la de las películas de geishas, la de los Kimonos y las maikos, la del té macha y los dulces, la ciudad menos ciudad del mundo, esa que sacaron de un cuento, de esos que dejan huella y sonrisa, de esos con final feliz.
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