23 de Enero de 2020

Un día más en Holbox, sin prisas, con el ritmo lento que nos marca la isla, volvemos a enfundarnos bañador y chanclas, el uniforme de estos días, para ir al beach club de ayer y practicar el arte de la contemplación.

En Holbox existen infinidad de planes y sitios por descubrir pero tenemos la necesidad de parar, de no hacer nada, de que mirar al mar nos ancle de nuevo al presente y poder escapar por unas horas de la incertidumbre del futuro que siempre nos agobia y hace que nos olvidemos de disfrutar de las pequeñas cosas.

Hoy el viento parece haberse olvidado de Holbox y el mar es una piscina y ahora sí, esto es el puto paraíso.

Pasamos el día entregados a los placeres del sueño y la lectura, que solamente es interrumpido por un vendedor de cocos, cuya voz se cuela como un mantra, sacándonos de ese estado catatónico, con un cántico que repite sin cesar: «Coquíííítos, manguíííítos, bien fríííííos».

Los perros callejeros de la isla encuentran el refugio en la sombra de nuestras hamacas, mientras yo encuentro el refugio en un libro se Siri Hustvedt y en el sonido de las pequeñas olas que mueren en la orilla para dar vida al ruido blanco más relajante del mundo.

Y eso es lo que hacemos todo el santo día, que ni la comida consigue interrumpir, porque lo hacemos desde nuesta tumbona, unos tacos y un pescado con arroz y frutos secos hacen que este día sea perfecto lo mires por donde lo mires.

Y cuando el sol se pone, volvemos a nuestra cabaña para cambiarnos y perdernos por las tiendas de Holbox, donde compramos 3 cuadros de Frida Kahlo que hoy decoran mi casa y me recuerdan esos días perfectos en el idilio.

Y unas cuantas compras y cervezas después, cenamos en el restaurante Viva Zapata, papas, camarones empanizados y tacos de pescado, todo ello con música en directo, entre canciones de jarabe de palo, Chavela Vargas, tacos y tragos, termina otro día perfecto y nuestra última noche en Holbox.