26 de Enero de 2020
Volvemos bien temprano a playa norte, aún no están ni las hamacas puestas, pero enseguida nos las colocan y estamos solos en la playa.

No corre el aire y la temperatura del mar es ideal, nos pasamos más tiempo en el agua que en la hamaca, esta playa me pone contenta, canto, bailo, hago piruetas y la sonrisa no se me borra mientras estoy en el agua.
Se puede decir que es una de mis playas preferidas del mundo, de esas que por mucho que cubra el agua, sigues viéndote los pies igual de nítidos que en plena orilla, de esas en las que sumerges la cabeza y puedes ver a cientos de metros de distancia dentro del agua, de esas de arena blanca, limpias de algas, conchas e incluso hasta peces. Ideal para miedosos, escrupulosos, niños, ancianos, gente que no sabe nadar y jóvenes en busca de fiesta, de esas donde todo el mundo encuentra su hueco.
Y la isla nos despide regalándonos esta puesta de sol, que invita a la meditación, a la reflexión, al yoga, a la cerveza y a la música lenta.


Y como los viajes son magia y siempre te ponen personas increíbles en cada estación, unas chicas nos enseñan a hacer acrobacias de yoga en pareja.

Y no podíamos irnos de Isla Mujeres sin probar su plato típico, el pescado al carbón o pescado Tikinxic, que estaba brutal.


Y así termina nuestra última noche en México. Cuantos tacos, cervezas, camarones y pescados, cuantas puestas de sol, cuantas rancheras, cuantas calaveras, cuantos cuentos de Frida Kahlo y Diego Rivera, cuanto arte, cuanta cultura, cuantas formas de coger altura, de exprimir la vida con sabrosura. Que padre, que chido, que manera de vivir este recorrido.
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